
Foto: Entre Morrocoyes, Camaleones y Especuladores
Del primer vehículo se desprende un neumático delantero. ¡Ya no da más, su conductor lo obliga en el avance! Mi compañera parece estar entre sus ocupantes. Estoy en el segundo, desciendo mientras puedo. ¡Se marchan dejándome solo a la entrada del pueblo!
Solo, descalzo y de pantalones hasta las rodillas, camino a lo largo de la fangosa calle de entrada. A mi lado izquierdo, una mujer, joven, casi niña.
¡No logro ver su rostro! ¡No sé quién es, luce despeinada y harapienta!
¡Me preocupa mi desnudes, condiciones en las que asisto a la conferencia!
¡Descalzo, con pantalones hasta la mitad de las piernas y empantanado! Ni Carmen ni Luisa me acompañan, ¡no sé dónde están!
—¡Eh, eh…, SSS! Parecen llamar desde la antigua y ruinosa casa a la orilla de la calle.
¡La niña ya no camina a mi lado!
Ante el quejumbroso llamado, me detengo, miro hacia el interior, a través de la media puerta que a la entrada va quedando. ¡No logro ver quién es!
—¡SSS, eh, eh! ¡Insisten en el llamado captando mi atención, interés, curiosidad!
Decido entrar, abriendo camino ante la pila de escombros. ¡Está complicado, muy abandonado y destruido por completo! No puedo ir más allá de unos cuantos metros tras la destruida puerta del jardín principal. ¡No logro entrar ni divisar a nadie en la penumbra al interior de lo que fue una grande y hermosa casa!
Decido regresar por otro camino, en apariencia más largo y de mayor claridez, sobre escombros mucho más apilados. En la cima, a mi espalda, un niño; ocho, diez años, blanca piel, amarilla, agreste y reverberante cabellera bajo el sol del mediodía, se burla de mi incapacidad para sortear las dificultades. Al preguntarle sobre la pesca, incrédulo, se burla de mis conocimientos sobre el asunto:
No lo conozco, ¡él a mí tampoco! No sabe quién soy, ni cuánto sé de aquellos parajes; su gente, la pesca que alguna vez en ellos hubo.
¡No conoce de historias!
¡Salgo a la calle!
Tres, cuatro pasos al frente, en el fangoso camino, un hombre intenta poner en funcionamiento un auto blanco; Maverick de los 70, con puertas corroídas por el salitre, sostenidas con los brazos de los ocupantes colgados hacia afuera o por algún trozo de cuerda. ¡Creo saber quién es y me apresuro a saludar!
¡No es Goyo!
Es un viejo hombre negro; de cabellos y blancos bigotes.
En el asiento de atrás; ¡una misteriosa mujer!
No entiendo ni puedo escuchar lo que dice el hombre, ¡habla en otro idioma!
Mi atención se centra, en un choque de dos motocicletas –¡al interior de la vieja casa!– ¡Corro a ver qué ocurre!
¡Sus conductores se han ido a los puños!…
El escenario es diferente, no logro entrar hasta el accidente, pero; entre la multitud, puedo divisar con claridad lo que ocurre:
En el intercambio de puñetazos; el hombre más viejo, de la motocicleta delantera, ha caído al suelo tras una barra de bar. El de la de atrás, productor del choque, igualmente viejo, en apariencia más joven, fornido, de elegante y nuevo vestir; camisa manga larga a cuadros y pantalón jean, sombrero vaquero –“pelo e guama”–, esgrime un brillante y enorme revolver; Colt 45 cañón largo, cacha de marfil con blancos y marrones, en vieja y muy reseca fornitura de cuero.
¡No logra desenfundarlo hasta colocarlo sobre la barra!
Una de sus manos parece herida. ¡Lo esgrime en alto y apunta al suelo, tras la barra! ¡Nadie hace nada! ¡La cosa se pondrá fea!
Me oculto tras una pared. Suena un disparo.
¡Uno solo! ¡Muy apagado, menudo y apagado disparo!
Nada que ver con la potencia del arma en cuestión. Más parecido a una vieja pistola neumática de balines.
En persecución, alejándose del suceso, revolver en mano, Smith & Wesson 38, cañón largo, un agente policial cruza la escena.
Al asomar la cabeza para verificar lo sucedido; la pared del fondo está salpicada por sangre, esparcida de abajo hacia arriba, producto del disparo. Tras la barra, sobre el lustrado piso, de antigua madera, yace el cuerpo de un hombre muerto, en laguna de oscura y marchita sangre.
La escena ha quedado sola, el viejo tirador no está, tampoco los curiosos y testigos, todos han corrido hacia la calle lateral, perpendicular a la fangosa calle principal por dónde debí continuar mi camino.
Es una calle de agobiante y extremo calor, polvorienta, solitaria, que hace recordar las viejas escenificaciones de sumisos y desérticos pueblos del Oeste americano ante el anuncio de bandas forajidas, llegada de cuatreros.
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